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lunes, 23 de marzo de 2020

Ídolos. Miguel Induráin.

¡Hola a todo el mundo!

Pues vamos a darle al teclado para hacer una entrada de ídolos, ¡claro que sí! Y es que estos días están echando por la tele muchas etapas y carreras míticas de años pasados. Es algo fantástico porque así mucha gente se acerca a momento que otros hemos vivido por cuestiones de edad (menudo asco) y ven por qué podemos decir en algunos momentos cosas como: “¿Dumoulin como Induráin? A ver, que Tom es bueno, pero ¡INDURÁIN ERA UN EXTRATERRESTRE!”

Y precisamente en esta nueva entrega del blog voy a hablaros de mis sentimientos acerca de Miguelón.

A mí Induráin me pilló justo en el momento en el que el ciclismo estaba entrando en mi mente a chorro. Mi abuelo fue el que empezó a darme los primeros detalles de cómo iban los temas. Sentó las bases perfectas. Las premisas eran dos y muy fáciles de entender. “A ver, Daniel, hijo. Merckx ha sido el mejor que ha habido jamás, pero ¡cómo subía Bahamontes! De no tener miedo a bajar hubiera ganado más cosas.” Estas eran las bases que mi abuelo me metió en la sesera. Y luego hizo un trabajo muy fino de ponerme delante de la tele a tragar el Tour y todo el ciclismo que echasen.

Una vez sentadas estas bases a Danielín ya le apasionaba el ciclismo y, además, tenía una bici súper guay que le regaló su padrino, una GAC azul que todo lo podía, con la que trataba de emular por las cuestas de mi pueblo, de Boñar, a los héroes que yo veía por la televisión. ¿Y a quién trataba de imitar yo de pequeñajo? Pues como todos los zagales de aquella época en la que jugábamos a las chapas con caras de ciclistas dentro, trazábamos circuitos con tiza en la acera y queríamos ganar a los amigos, todos queríamos tener la chapa de dos ciclistas en particular. Marino Lejarreta y Pedro Delgado. Al menos esos eran los héroes que teníamos en el circuito de la acera de la tienda de Virina, la tiendina de alimentación. Aún no hemos llegado a Induráin, lo sé, pero paciencia. Cada cosa a su tiempo.

Por lo pronto, el joven e impresionable Danielín pasaba las tardes veraniegas de ciclismo mirando por esa ventana al mundo llamada televisión. Y las pasaba viendo cómo un muchacho con cinta en la cabeza y maneras muy diferentes, zurraba la badana (dicho muy leonés que viene a significar que les daba lo suyo y lo del vecino) a sus rivales con ataques relámpago y descensos trepidantes y, poco a poco, Pedro dejó de ser Pedro y pasó a ser Perico.

Más o menos en el mismo tiempo de Perico, un día caluroso de julio, mientras yo veía la tele disfrutando de una nueva edición del Tour de Francia junto a mi abuelo, parecía que Perico no estaba todo lo fino que todos los Periquistas deseábamos, sin embargo, en silencio pero con una fuerza, templanza y seguridad que jamás habíamos visto ni yo, ni la pandilla de la acera de Virina (mi abuelo había disfrutado de Merckx, así que él no cuenta) apareció un gigante al que todos los demás sólo podían mirar y ver cómo les destrozaba. De nombre, Miguel, y de apellido, Induráin.

Y ahí empezó un lustro de encender la radio o el televisor y saber que si corría Induráin, pocas dudas había de lo que iba a acontecer. Pero el reinado de Induráin no sólo se trataba de que conseguía muchos trofeos, no. Ese reinado y esa época fueron una especie de hipnosis ciclista en la que el mundo entero entró sin poder salir.

Si había contrarreloj, esperabas las referencias en el punto intermedio a ver la burrada de tiempo que les endosaba el bueno de Miguel a todos sus rivales. El siguiente paso era ver cómo doblaba a Chiapucci para, finalmente, ganar la crono y consolidar su liderato.

¿Que había montaña? Sin problema. Él ponía un ritmo desde abajo hasta arriba. ¿Ataques? Tranquilos que caerán de maduros porque Apisonadoras Indurain S.A. hará su trabajo. Luego le regalaba la victoria a algún escalador que en futuras etapas le ayudaría a solventar algún problemilla y santas pascuas.

Después podía ocurrir que salía alguien respondón, como aquel muchacho suizo con dientes de conejo, de un equipo asturiano (CLAS-Cajastur, TE CAGAS) y que era buenísimo en todos los terrenos, Tony Rominger, y pudiera ser que le sacaba a Miguelón más de minuto y medio de ventaja en la cima del Tourmalet y tenía contra las cuerdas al campeón navarro. ¿Contra las cuerdas? Espera, que en la acera de Virina aún nos estamos riendo de eso de “contra las cuerdas”, porque Induráin también bajaba que metía miedo a la velocidad y le recortaba esa diferencia antes de llegar al final del descenso y se ponía delante de Rominger soltando un poco la musculatura como diciéndole al suizo que si eso era todo lo que tenía que aportar.

Todos los terrenos eran válidos para el nuevo rey del ciclismo. Nadie podía con él. En donde Virina ya no jugábamos a las chapas porque habíamos crecido y se nos pasó ese tema de juegos infantiles aunque seguíamos juntos admirando las tremendas hazañas de nuestro Ídolo mientras comíamos pipas en la plaza o cosas así.

Yo tengo que reconocer algo. Lo voy a decir así sin ponerme colorado. Induráin era un poco aburrido. Recordad que yo venía del Periquismo. Ataques, idas de olla, pájaras y un montón de subidas y bajadas emocionales durante cada etapa. ¿Le habéis escuchado decir durante las retransmisiones “Thibaut Pinot” o “Deceuninck-QuickStep”? Pues él competía de la misma trepidante forma que pronuncia todo eso.

Así que apareció Miguel Induráin y todo fue más seguro y fiable. Fue como cambiar del Seat Ibiza divertido, al seguro y fiable coche grande familiar. Es todo más seguro y mejor pero menos divertido. Yo me intenté buscar alguna alternativa entretenida porque os recuerdo que mi abuelo disfrutó de “El Caníbal” pero su corazón estaba con “El Águila de Toledo”, ya veis que está dentro de mis genes y viene de familia ir un pelín contra corriente, así que a mí quien me hacía vibrar y volverme loco era Marco Pantani...pero ¿a quién no le apetece darse una vuelta con el cochazo grande, seguro y fiable? Así que disfrutaba y mucho de Miguelón. Del extraterrestre que convertía lo difícil en sencillo, lo imposible en un hecho cierto.

Lo mejor de Induráin era que todo lo que logró, todo lo que nos impresionó, todo lo que nos hizo alucinar, lo hizo con la mayor discreción, sin darse importancia y prácticamente en silencio. Con el mismo silencio que un día decidió bajarse de la bici camino de Lagos de Covadonga (quién no lo ha querido hacer sabiendo lo que te espera) y con la misma discreción con que una vez descubrimos que era en realidad un ser humano como todos los demás.

Y pasaron los años. Muchos. Muchísimos. Tantos que yo ya no podía montarme en mi GAC azul que todo lo podía desde hacía muchísimo tiempo y tantos años que ya había perdido la pista a la pandilla de la acera de Virina. Sin embargo no habían pasado ni pasarán los años suficientes como para olvidarme de ese ídolo llamado Miguel Induráin. Llegó el momento de conocerle en persona. También llegó de manera silenciosa gracias a alguien del mundillo del ciclismo. Fue tan sencillo como “Miguel, mira ven que te presento a estos amigos”.


Y ahí apareció Miguel. Ahí apareció Induráin. Ahí apareció un ídolo irrepetible, único, inmensamente admirado y admirable.

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