¡Hola a todo el mundo!
Hay veces que tienes una idea
preconcebida, eso sí, en base a tus experiencias y crees que todo será más o
menos igual. Sin embargo, cuando alguna circunstancia cambia, todos tus planes
se pueden ir al garete en menos de lo que canta un gallo.
Llega el primer fin de semana de
junio y se celebra como cada año, uno de los grandes retos que yo me marco como
objetivo cada año. Los 10000 del Soplao es una ruta que tiene muchos atractivos
para mí. Mezcla dureza en cuanto a desnivel acumulado y algo con lo que no
cuentan todas las marchas. Una buena cantidad de kilómetros. En mi caso, suelo
optar por la prueba de 230km que, junto con los más de 4000 metros de desnivel
positivos, suelen dejarme bien satisfecho, aunque en ningún caso roto porque
procuro hacer bien los deberes antes de llegar allí.
Entrenamientos largos cuando toca,
intensos en su momento, bicicleta a punto y revisada, buena alimentación para
no sufrir por falta de gasolina y un montón de cosinas que, como todos los que
os lo tomáis algo en serio como yo, al fin y al cabo ponen aliciente a esto de
montar en bici.
Todas esas pequeñas y grandes
cosas que dependen de mí, suelen estar bajo un cierto control, pero luego
surgen situaciones que no podemos controlar y en el Soplao, normalmente es la
climatología. Lo más habitual en los últimos años es que la lluvia, niebla,
frío o incluso nieve, en algún momento hagan acto de presencia, sin embargo
este año todo cambió y, como os decía antes, los planes preconcebidos no
sirvieron para nada.
Llevaba un par de semanas viendo
que la predicción era de buen tiempo para la zona de Cabezón de la Sal, que es
donde se celebra la prueba. Según se acercaba el día, al sol, que parecía que
nos iba a acompañar durante toda la jornada, había que sumarle otro punto de
interés. La temperatura máxima. La predicción lanzaba un órdago la última
semana. 35 grados.
Ante esas expectativas
climatológicas, yo contaba con una ventaja bastante grande frente a otros
participantes. A mí el calor, no sólo no me molesta, si no que me encanta, y
cuando el día previo a la celebración de la marcha, en Cabezón ya había más de
30 grados pensé, “¡fantástico!”.
Normalmente, mi objetivo en El
Soplao es terminarla sin caídas ni percances, lo primero, y luego ir con los compañeros,
ayudar y cosas así, sin mayores pretensiones. Sin embargo, este año iría solo a
Cantabria, ningún compañero iba a poder acudir a la cita, y tenía la intención
de apretar el ritmo más que otros años. No pararía en los avituallamientos
tanto tiempo, puede que en alguno no parase y subiría el ritmo para poder
mejorar mi tiempo final. No se me antojaba una empresa complicada ya que otros
años fui muy tranquilito, la verdad.
Así que al ritmo de AC/DC se dio
comienzo a la etapa, como es tradición. Los primeros kilómetros, por la
experiencia que yo tengo, lo que hay que hacer es guardar la distancia con
respecto a los de delante, los de los lados y los de atrás. Hay mucha gente que
quiere adelantar posiciones porque salieron más atrás de donde querían y también hay que tener en
cuenta que se callejea un poco, con lo que hay frenazos. A partir de ahí, sobre
el kilómetros 30, ya puedes empezar a buscar un grupo y que te vayan llevando.
No tenía intención de parar en el
primer avituallamiento pero una de las cosas que estaban cambiando con respecto
a la idea prevista era el consumo de agua. No se podía dejar de beber y el
bidón no es muy grande. Ya eran las diez de la mañana y casi estábamos en 30
grados, con lo que el peligro de deshidratación era enorme. Había que tener en
cuenta también que rodábamos junto a la costa, así que imaginad la humedad. Las
condiciones eran un polvorín. A esto también había que sumarle que la Guardia
Civil detendría la marcha tanto en el primer avituallamiento como en el segundo,
así que habría que parar sí o sí.
El día continuaba y para aumentar
el reto, me junté a dos compañeros de ruta que andaban por ahí. Uno se llama
Igor Antón y otro, Jose Iván Gutiérrez. Y es que cuando te juntas con
exprofesionales y empiezas a hablar con ellos, parece que todo va bien pero sin
querer, ellos van a un ritmo que no es al tuyo. Así que tras 10 kilómetros con
ellos, me dijeron que tiraban para adelante y yo pensé “menos mal”.
Llegaba la subida a la Cueva del
Soplao y aquí estaba el primer test que yo utilizaría para saber cómo iba todo.
Otros años, yo hacía esta ascensión muy rápido. Ágil, subiendo fácil y sin
problemas. Pero nada más comenzar, ya me di cuenta que las piernas, si bien no
iban mal, tampoco estaban para hacer locuras. Así que cambié mi habitual subir
en bielas por cadencia y sentado. Acababa de decidir que había que ser
reservado este año, decisión que más tarde entendí que me salvó del abandono.
Llegaban las curvas que tanto me gusta subir en bielas y dándolo todo, pero
tocaba reservar. Me sentía atado pero ahí el calor me recordó que esto acababa
de empezar. Ya superábamos los 30 grados y nos aproximábamos a los 35. La una
de la tarde. La jornada se vislumbraba épica.
Llegamos a Puentenansa, donde se
sitúa el segundo avituallamiento y el comienzo del puerto largo del día.
Piedrasluengas no es un puerto excesivamente duro, pero sí que es
abrumadoramente largo. Y de lo que nunca fui consciente es que no tiene ni una
sola sombra, cosa que hizo de este monstruo algo terrible, más teniendo en
cuenta que en Puentenansa los termómetros se situaron en 40 grados.
Así que decidí ponerme un ritmo
de principio a fin de puerto. No cargaría mucho las piernas, buena cadencia y
sin forzar. Y sobre todo, beber y beber. No podía picarme con nadie, así que
mirada abajo y a ritmo.
Pedalada a pedalada iban pasando
los kilómetros, pero Piedrasluengas se hace muy largo. Parece no tener final. Y
si vas a echar un trago, muy necesario ese día, y te das cuenta de que se te
termina el bidón, entonces comienzas a ponerte nervioso. No obstante, si se es
observador y lees los maillots de la gente, te das cuenta de que estás rodeado
de gente de por ahí. Estaba seguro de haber visto otros años una fuente en
mitad de la subida y mis sospechas se confirmaron al ver varios compañeros con
maillots de la zona, arremolinarse en torno a un mismo punto en medio de
ninguna parte del puerto. Allí había una fuente, seguro.
Mis planes originales de ir a
tope, no parar en todos los avituallamientos y de más, habían variado tanto que
ahora me veía parando en una fuente. Y menos mal que tengo buena actitud ante
los cambios y me adapto bien en general, porque otros muchos no hicieron esa
parada y cuando ya quedaban menos de cinco kilómetros para el final de la
subida, los ciclistas que se daban la vuelta en busca del desvío de la marcha
corta no eran ni uno, ni dos. También comenzaron a verse algunas explosiones.
Gente en las cunetas llamando a alguien para que fuese a recogerlos comenzó a
no ser algo extraño. Esta escena nos acompañaría el resto del día.
Por fin coroné el puerto. Nunca
se me había agarrado tanto Piedrasluengas. “Los de cabeza no han pasado hace
mucho”, me dicen desde el avituallamiento. Mi estrategia no estaba resultando
del todo mala, pero por mis planes no pasaba ir en su búsqueda.
Menos mal que la bajada me
reconfortaría. Sin embargo se me iban a dar dos circunstancias diferentes a
otros años. Una fue que normalmente era fácil alcanzar a un grupo para afrontar
juntos el Desfiladero de La Hermida en el que siempre sopla el viento en
contra, pero este año, no había tal grupo. Adelantabas a compañeros
absolutamente fundidos que no querían ni podían hacer piña. La otra
circunstancia es que yo también empecé a lidiar con unas compañeras de viaje
nada habituales para mí en El Soplao. Calambres. Según qué movimientos, me
dejaban las piernas absolutamente tiesas. Lo estaba pasando mal, pero conseguí
controlarlas.
En medio de esta lucha personal,
un grupo de unos 7 ciclistas me adelanta. Me pongo en bielas, hago el esfuerzo
y consigo agarrarme a la desesperada a ese grupo. Casi un milagro venido del
cielo. Me dieron unos minutos de “relax” que me vinieron de cine.
Pero La Collada de Hoz ya estaba
muy cerca. El desvío no tardaría en llegar y yo siempre he considerado que este
puerto es el más duro del Soplao. Cómo afrontarlo este año era algo que no me
costó decidir. Las circunstancias así me obligaron, así que una vez que ya te
ves en medio de esta dura subida, cabeza baja, ritmo constante y a sufrir. De
nuevo, este era el plan a seguir.
En este punto, ya no sólo está el
hecho físico, si no que el mental también comienza a hacer su acto de
presencia. Tu subconsciente empieza a emerger para ser cada vez más protagonista
de tu realidad. “Cómo estás sufriendo este año”, “menudo calor que hace y no
hay ni una triste sombra, Daniel”, “anda que no queda puerto, majo”, son sólo
alguno de los pensamientos que se me venían encima. Parecía que no podía salir
de ese estado de ánimo pero llegó algo que todo lo cambió.
Y es que en todos los puertos hay
un gallo que te mete una pasada tremenda y te hace pensar en caso de ir un poco justo, como era mi caso,
que vas aún peor de lo que es en realidad. Y este gallo que me pegó la gran
pasada al poco de empezar el puerto, se me apareció sentado en una cuneta,
absolutamente destrozado y desfondado. Después de ofrecerle agua que cogí de
otra fuente que había por ahí, seguí mi camino y comencé a pensar que puede que
no estuviese tan mal, que a mí me encantaba el calor y que me venía fenomenal,
que estaba bebiendo mucho y que si yo me encontraba mal, puede que los demás estuviesen
aún peor. Estaba siendo un día absolutamente extremo y lo que había que hacer
era terminar como fuese.
Yo soy duro y resistente y me
propuse demostrármelo una vez más, nada más terminar de subir el durísimo
Collado de Hoz. Quedaban dos puertos y había que resistir. Esa era la misión de
ese día. Resistir.
El encadenado de los dos puertos
que quedaban, no puedo describirlo por separado. Me parecieron parte de un todo.
Ese todo era el resistir, de la mejor manera posible, los duros golpes de una
edición de Los 10000 del Soplao que estaba siendo la más dura con gran
diferencia de las que yo había tomado parte.
Los kilómetros no pasaban pero en
la bajada del último puerto de la jornada, un cambio de valle hizo que al menos
durante un par de kilómetros, la sombra se dignase a parecer en aquel infernal
día. Me dio la vida. Llegué al cruce de la carretera que conduce a Cabezón de
otra manera.
Comencé a dar pedales. Pedales
fuertes y satisfechos, sabedor de que lo más terrible ya había pasado. Sólo
quedaban unos 20 kilómetros llanos que antes o después se terminarían. Incluso
apareció un ciclista que me brindó su rueda. Hice tras de él 15 kilómetros que
me hicieron recomponerme un poco. Cuando ya no pude seguirle, porque el
compañero iba como una locomotora del Talgo, se lo agradecí como si me hubiera
regalado una bicicleta nueva.
El cartel de Cabezón de la Sal
aparecía ante mí. Varios kilómetros atrás, por momentos pensé que no llegaría
nunca este momento. Qué duro estaba siendo llegar a meta. Más terrible que
nunca. Pero si es El Infierno Cántabro será por algo y este año, todos los que
tomamos la salida recordamos por qué se llama así a esta prueba.
Tenía delante de mí el arco de
meta. Nunca me había costado tanto llagar a él. Nunca me dio tanta satisfacción
cruzarlo. Sin duda alguna había sido una jornada épica. Un día inolvidable. Una
carrera contra mí mismo que me ha recordado de qué pasta estoy hecho. Además de
todo, mejoré mi mejor tiempo, lo cual supuso una satisfacción inexplicable,
porque era algo en lo que ya no pensaba desde hacía horas. Día redondo. Día
infernal. Un gran día.