La verdad es que tenía que haber escrito esta entrada hace ya mucho tiempo, pero me he estado dedicando a hacer kilómetros fantásticos. Probablemente, los más fantásticos desde que empecé a darle duro a esto del pedal.
No llevo muchísimos kilómetros. No está siendo un año de estos bestiales en los que se hacen más de diez mil. Es más, a día de hoy llevo unos cinco mil y pico o algo parecido, pero han estado muy bien aprovechados.
Y cerca de cien de estos kilómetros, transcurrieron por una de las zonas más fantásticas para hacer cicloturismo del bueno que hay en España entera. Y creo que no estoy exagerando. Bien es cierto que no soy del todo imparcial, porque dicha zona es la tierra de mi familia. La Tierra de la Reina, en los Picos de Europa.
A ver. Para poneros en antecedentes. El pueblo donde nació mi abuelo materno, se llama Villafrea de la Reina. Es un pequeño pueblo junto al Parque Nacional de los Picos de Europa. Un pueblo pequeño rodeado de bosques de hayas y robles es imposible que sea feo, así que si a esto le sumamos que le tengo mucho cariño, pues esto hace que sea para mí uno de los pueblos más preciosos que hay.
Por proximidad, los Picos de Europa para mí suponen una especie de paraíso sin comparación ninguna. Un lugar que en nada tiene que envidiar a otras zonas muchísimo más conocidas de Europa como los Pirineos o los Alpes. Y sí. Estoy situando esta zona a la altura de esas otras dos.
He ido aproximadamente y sin exagerar, tres millones de veces a los Picos de Europa pero, ¿sabéis cuántas veces había estado en bicicleta? En efecto. Ni una sola vez. Así que aprovechando que tenía unos días libres, decidí ir con Klaus hasta Caín, inicio de la Ruta del Cares, e inicio de una ruta que llevaba años con ganas de hacer.
Lo que tenía en mente era una ruta circular, con salida en Caín. Lo más destacable en cuanto a la dureza, son los primeros kilómetros que separan la salida, de Posada de Valdeón. Ya sabéis. Donde el queso de Valdeón.
Los primeros kilómetros de esta ruta son realmente duros. Los porcentajes de las rampas iniciales dan mucho miedo, pero nada que me amedrente. Según sales del empedrado de Caín, para poder ver la continuación de la carretera tienes que mirar hacia arriba. Un 20% hacia arriba.
Así que, conociendo todo esto, monté la rueda delantera de "La Americana" y comencé a pedalear. El sentido de la ruta que escogí fue en el que se sube primero Pandetrave, pero hasta llegar a la cima de este precioso puerto, tenían que pasar aún muchas cosas.
Como os he adelantado, hasta llegar a Posada de Valdeón, las rampas que hay que superar son durísimas, sin embargo, puede que sean de las rampas al 20% de las que menos te enteras. La razón es el maravilloso espectáculo que los Picos de Europa nos regalan. Hasta que no se viene por esta carretera, no comprendes el "por qué" de lo de "Picos" en los Picos de Europa.
Estás sufriendo desde el primer metro de esta ruta, tienes metido el 34-28 en mi caso, desde la primera pedalada del día, pero en realidad estás disfrutando de lo lindo. Tremendos picos, tremendos bosques, tremendo color verde que todo lo envuelve. Y en el día en el que fui yo, tremendas nubes amenazantes por todos los lados, aunque eso os lo cuento un poco más adelante.
La cosa es que iba superando, rampa a rampa, el difícil camino que separa Caín de Posada. Lo peor era que esta zona y en esta dirección, así como tiene tremendas rampas, también tiene tremendas bajadas cortas que, en el sentido opuesto, se iban a convertir unas horas después en unas rampas muy fastidiadas (vamos, jodidas) y más teniendo en cuenta que llevaría en las piernas unos ochenta kilómetros.
A pesar de mis divagaciones, finalmente llegué a Posada de Valdeón y tomé el desvío en dirección a Portilla de la Reina, la tierra de mi abuelo. Entre medias, Pandetrave. Oficialmente empieza en Caín, así que me quedaba menos para llegar a la cima. Hasta aquí, el balance del puerto estaba siendo tremendamente duro. Y eso que yo había pasado en coche mil veces. Si esto a alguien le pilla de nuevas, se va a encontrar con un serio problema, porque esto acababa de empezar.
La carretera ya había cambiado. Ya no era extremadamente estrecha. Ahora era buena, con dos carriles y algo de arcén. En cuanto a la dureza, si bien había suavizado, para nada era algo sencillo. Y mucho menos cuando nos acercamos a Santa María de Valdeón. Aquí nos encontramos con una rampa al 16% que nos obliga y mucho.
Una de las principales razones por las que escogí hacer la ruta en este sentido era para realizar una comparación. Hace unos años, en la única oportunidad que he tenido hasta la fecha de ir a Pirineos, pasé por el Col d'Aspin. Lo primero que recuerdo de aquel paso es que dije...."esto me resulta familiar". Y lo dije, porque me recordaba muchísimo a Pandetrave. Y, en efecto, estaba confirmando aquella apreciación. Me parecen puertos gemelos. Puede que el coloso francés tenga algo más de dureza, pero en cuanto al paisaje son idénticos.
Ya había dejado atrás Santa María de Valdeón y la ascensión me estaba aproximando cada vez más a la niebla que tapaba la zona de la cumbre. Imaginad la estampa. Mucha vegetación, una subida que te permite disfrutar, un nuevo cambio de asfalto a otro más rugoso y niebla. Esto estaba haciendo mis delicias. Toda la situación estaba recubriendo el día de un manto épico con el que no había contado. Y también podemos sumar a esto los truenos que sonaban de vez en cuando y en lo lejano. Pero no les estaba dando demasiada importancia.
Por fin coroné. Por fin había cumplido el primer sueño del día. Por fin, Pandetrave, al saco.
Las vistas del valle de Valdeón. |
La parte de este puerto que da para la Tierra de la Reina, es más tendido, más despoblado de vegetación, más solitario, más salvaje. Realmente es el típico lugar en el que te sientes solo. Pero en realidad estás con tu bicicleta. ¿Para qué más?
Hice una parada para disfrutar del silencio de la zona y sacar unas fotos. Además había visto algo en la carretera. Como a kilómetro y medio de donde yo estaba. "Un perro suelto", pensé...
Pues si os fijáis bien en la foto, os he señalado con un pequeño círculo rojo la situación del cánido. ¿O debería decir lo que yo pensaba que era un perro? Mejor, sí. Porque cuando llegué hasta allí, en realidad era un toro grande como un castillo.
Tras esta anécdota que ahora seguro que no os dice mucho, pero había que ver al torito, llegué a Portilla de la Reina. Y una vez en el cruce de la carretera general, me di cuenta de una cosa que me resultó la mar de curiosa.
Me habréis escuchado alguna vez que otra, que yo suelo entrenar por la Carretera de Santander, que me lleva hasta el Condado y, de ahí, para la Sobarriba y bla bla bla.
Pues bien. La carretera general de Portilla, que era la que me conduciría hasta Riaño, es esta misma carretera de Santander. Es la Nacional 621, que bajó La Vuelta este año, tras coronar San Glorio, en dirección a La Camperona, sobre la que tengo pendiente una entrada.
Me resultó curioso terminar rodando, un día más, por la carretera de mis entrenamientos diarios.
Ahora, el valle se abría mucho. Como podéis ver en la foto, el día había despejado, pero no era del todo cierto, porque lo que ocurrió fue que me estaba alejando del cogollo de nubes. Sin embargo, la ruta, tarde o temprano, me llevaría de nuevo hasta el centro de la tormenta.
Seguía comiendo kilómetros y bebiendo mucha agua. Empezaba a tener el bidón un poco seco, pero no había problema porque estaba en casa. Estaba en la Tierra de la Reina. Me estaba acercando a Villafrea de la Reina. El pueblín de mi abuelo y mis primos.
Tras el impacto inicial al que sometí a mi familia, por lo de verme en mallas y tal, comenzamos a charlar. Con el bote lleno y la bolsa de los besos llena, comenzaron a escucharse unos cuantos truenos. La cosa no pintaba bien, aunque la familia me tranquilizó con un "ayer también estuvo tronando pero, al final, no llovió nada".
Me tenía que poner en marcha de nuevo. Fue una gozada visitar a la familia, pero los trueno, por mucho que ellos dijesen, me estaban inquietando.
Primero llegué a Boca de Huérgano y ahora tocaba rodar acompañado del embalse de Riaño. Esa faraónica obra que en nada a beneficiado a nadie de por allí. La carretera de esta zona es la típica de los pantanos. Un sube y baja continuo con agua de un lado y una montaña del otro. Y de lo que me estaba empezando a dar cuenta era de que tras la montaña, se escondía la caja de los truenos, literalmente.
Ya divisé Riaño (el nuevo, porque el viejo, original y precioso Riaño, lo mandaron al garete entre unos y otros a base de miles de litros de agua) y el desvío que tenía que tomar en dirección a Cangas de Onís, aunque yo no llegaría tan lejos.
En este cruce, que también separa dos valles, pude ver finalmente lo que escondía esa caja de los truenos. La cosa pintaba, no mal. Pintaba fatal...
Parecía un hecho que me iba a mojar y mucho. Así que sin más dilación, comencé a pedalear. Comencé a pedalear y utilicé un truco que siempre uso cuando la cosa se pone bajo lluvia. Mantener siempre una cadencia por encima de 95. No bajar de ahí. Así te mantienes caliente y pegado a la carretera. Pero aún no había comenzado a llover.
Sin bajarme siquiera de la bici, me puse el impermeable. Y lo hice justo en el momento en el que un enorme rayo, acompañado de un tremendo trueno, dio la salida de mi carrera contra la tormenta. Un aguacero digno de los mejores versículos del Arca de Noé, comenzó a caer.
Agua, granizo, truenos, rayos, frío y viento. En esto se había convertido el día. El puntito que le faltaba de épica a la etapa, la meteorología se había encargado de administrárselo. Ya no se veían las marcas de la carretera. Ya no se veía más allá de escasos diez metros, no por niebla, si no por lluvia. Los pocos coches que me encontraba, habían decidido aparcar en alguna zona.
Y en medio de esa galerna, ahí estaba yo, dando pedaladas desesperadas por encima de 95 de cadencia, utilizando esto como salvavidas, en parte para mantenerme caliente, en parte para mantenerme entretenido en otra cosa que no fuese la pedazo de tormenta que me estaba merendando.
Y por fin llegué a lo que me había marcado como escapatoria. Otro cambio de carretera y, por tanto, de valle. Esto suponía que la climatología cambiaría sí o sí, porque la tormenta estaba yendo para la zona del puerto de las Señales. Ahora estaba en Vegacerneja capeando el temporal como buenamente podía.
Es aquí, más o menos, donde empieza la cara suave del puerto que faltaba por subir en la jornada de aquel mítico día. Panderrueda (por Vegacerneja).
Como os decía, el tiempo cambió. Pasé de estar en medio de la tormenta a estar en medio de la niebla y, como telón de fondo, truenos que no hacían más que recordarme que la tormenta estaba cerca. Así que como no iba a poder disfrutar mucho de las vistas, me agarré a la cruz del manillar y me dediqué a tirar duro en la subida del puerto.
Me sumí en un profundo estado de concentración, sólo perturbado por los relinchos de los caballos que había en medio de la carretera y a penas esquivaba unos pocos metros antes de toparme con ellos, porque a medida que subía, la niebla se hacía más y más densa.
Por fin llegué al último cambio de carretera del día. Ahora tenía dos opciones. Ir a la izquierda y llegar hasta El Pontón o ir a la derecha hasta Panderrueda. Como el Pontón ya lo había subido hacía unos años, hoy tocaba girar a la derecha, así que me quedaba poco de subida. Sólo cuatro kilómetros que transcurrirían por una carretera muy pequeñita de montaña, entre un bosque muy denso de robles y un banco de niebla con igual o mayor densidad. Pero os aseguro que la escena parecía de cuento, aunque no sé si de hadas.
Tocaba hacer una paradita para sacar foto del momento...
Me debatía entre estar hasta las narices del día de mierda que me había tocado o estar super contento y victorioso por estar superando semejante ruta en tremendas condiciones. Como yo soy muy positivo, iba ganando lo segundo.
Y comencé la ascensión final del puerto. Lo cierto es que la niebla estaba envolviendo todo de algo especial. Lo estaba envolviendo de algo que haría que ese día jamás en mi vida se me olvide. Estoy seguro de que en mi lecho de muerte, y espero que sea dentro de muchos años, ese día lo recordaré perfectamente.
Mi cara estaba manchada de agua, sudor, arena de la carretera. En definitiva, mi cara reflejaba el esfuerzo de aquel día, pero mis ojos brillaban de forma triunfal, porque nada ni nadie estaba pudiendo detenerme en mi hazaña.
Estaba llegando a un punto en el que no quería que ese día se acabase. No quería terminar. Estaba disfrutando enormemente de la bicicleta allí, en aquel mágico lugar y con ese clima, que supuso en todo momento el ingrediente final que hizo de esa ruta, una de las mejores de mi vida.
Y de entre la niebla, por fin apareció el cartel marrón del puerto. Ahí estaba el reto. Ahí estaba Panderrueda.
Lo peor del día es que desde ese punto, con un día claro, las vistas son impresionantes, sin embargo, como podéis ver en la foto, el panorama no era el adecuado.
Sólo quedaba bajar. Y no era algo menor, porque si las subidas estaban siendo de ciclismo de otros tiempos, la bajada de este puerto se presentaba muy peligrosa. De este otro lado, las partes con niebla estaban muchísimo más mojadas.
Rápidamente la niebla dio paso a la lluvia. El asfalto estaba muy resbaladizo. Cada curva se estaba convirtiendo en todo un reto de precisión a la hora de tocar el freno. Siempre he creído que si eres un buen bajador o no, se mide en días como ese. Rápido es muy fácil bajar. Pero tocar el freno en un día de lluvia es como tocar el solo de guitarra de Kirk Hammett en Battery. Espero no resultar muy presuntuoso, pero puedo deciros que yo sé bajar.
Y por fin llegué a Posada de Valdeón de nuevo. Sólo quedaban unos pocos kilómetros. Ya lo tenía chupado.
Tras superar alguna que otra rampa al 20% que hacía unas horas eran en bajada, cada vez me quedaba menos para llegar al final del día. Había sido duro y mi cuerpo lo estaba notando. No me habían salido muchísimos kilómetros, pero las condiciones habían sido extremas y no fui muy despacio que se diga.
Por fin volví a notar el incómodo adoquín de Caín. Por fin vi a Klaus de nuevo.
El día se había terminado, pero acababa de nacer un recuerdo en mi memoria imborrable. Uno de los mejores días que he pasado sobre la bicicleta. Grandiosa ruta.