¡Hola a todo el mundo!
Corría el año 2017 y,
aproximadamente mediados de octubre. Veníamos de un año de sequía terrorífico,
con el pantano de Luna al 4%, algo histórico, pero no cabía duda de que era
octubre, de que salíamos desde San Emiliano y de que habíamos llegado allí
sobre las nueve de la mañana, con lo que los amenazantes tres grados que había,
nos estaban invitando a optar por una indumentaria para nada veraniega.
Como os dije en la entrada
anterior, hubo una vez que nos juntamos Buka, Anticiclón (que vuelve a ser
Manuel a partir de ahora) y a mí en unas circunstancias un tanto especiales. La
primera circunstancia particular fue, precisamente, nuestra vestimenta.
Como os comentaba, cuando salimos
hacia nuestra aventura, hacía fresco. 3ºC aquí en León es fresco y para la
recia gente de la montaña de Babia es primavera. Nuestra aventura sería la
despedida de las rutas chachis por ese año. Ya íbamos para el otoño profundo y
nosotros, que somos gente positiva, esperábamos que comenzase a llover porque
ese 4% que os comentaba antes hacía del pantano de Luna algo realmente
alarmante. Necesitábamos el agua y, en efecto, el agua apareció y no nos dejó
en meses.
Además de Manuel, Buka y yo, ese
día también vinieron Cristóbal, Maiki, Castellanos y Cecilio. Caste y Cecilio
optaron por hacer una ruta alternativa con salida y llegada, al igual que el
resto, en San Emiliano y los demás íbamos a meternos entre pecho y espalda
Somiedo, una encerrona que tenía pensada desde hacía años, San Lorenzo y
Ventana. Casi nada “pal cuerpo”.
Voy a resumiros lo mejor que
pueda la ruta hasta llegar al Puerto de Ventana que es el momento en el que se
dan las circunstancias particulares de las que os hablaba antes.
Salimos con 3ºC, como os iba
contando y, sumado a que era como quince de octubre o algo así, pues no
esperábamos temperaturas muy altas. Más al contrario, esperábamos pasar algo de
frío en las bajadas.
La cosa fue que comenzamos a dar
pedales. Casi sin darnos cuenta llegamos a Somiedo y pasaría, no sé, hora y
media o algo así, con lo que serían cerca de las once de la mañana y la
temperatura pasaba de quince grados. Vuelvo a insistir. Nadie iba vestido de
verano. Bajamos el puerto y llegamos a mi encerrona. Era algo voluntario porque
subir a Las Viñas (uno de los kilómetros más duras de Asturias) supone tomar un
desvío. Lo natural es seguir en busca de San Lorenzo, pero con ese kilómetro
nos atrevimos Buka, Manuel y yo, porque hay algo que nos une, y nos une mucho.
Somos unos descerebrados y no pensamos en “dentro de un rato”.
Entre subir y bajar y hablar con
unos ciclistas asturianos que nos dieron palique pues pasaría un buen rato, con
lo que la subida a San Lorenzo, un puerto absolutamente criminal, la
comenzaríamos a eso de la una y media o así. Yo veía que los demás ya no sabían
qué hacer con la ropa.
A parte de que los puertos que
estábamos afrontando aquel día eran muy duros, ojo al dato, ya estábamos en
30ºC y nosotros abrigadines por si las moscas. Yo llevaba el maillot de
entretiempo con el chaleco puesto, creo recordar que más de uno llevaba el
culote de invierno y más de un maillot largo también se podía ver. Ya casi no
me acuerdo. Sólo tengo en la mente que a mitad de puerto nos quedamos sin agua
y el termómetro llegó al tope del día. 35ºC
Manuel se adelantó con Cristóbal
y Maiki, que estaban haciendo las subidas como verdaderos héroes. Fueron los reyes
de la montaña de aquel día. Buka y yo íbamos como cinco minutos por detrás de
ellos porque estábamos yendo a nuestra bola. A nuestra bola y sin agua, momento
en el cual nos topamos con un señor de por ahí.
Le pedimos agua y nos cogió los
bidones para llenarlos. De aquellas tenía un bote blanco en el que se podía ver
perfectamente el agua y todo lo que flotase en ella y os puedo asegurar que
nunca vi agua con tanta vida como la que nos dio aquel buen hombre. Además, si
el agua suele ser transparente, desde luego aquella no lo era. Pero, ¿sabéis
qué os digo? Que estábamos absolutamente deshidratados y necesitamos beber. Nos
bebimos aquello que parecía agua, por cierto que también olía, y le pedimos más
de eso.
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Antes del "agua"... |
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Después del "agua"... |
Seguimos con San Lorenzo y en la
cima nos esperaban los compañeros a los que les faltaba agua también, pero sólo
teníamos que bajar San Lorenzo para parar en Teverga a comer y beber, beber y
volver a beber.
Sólo nos faltaba subir el Puerto
de Ventana. El interminable puerto de Ventana. En las equipaciones todos
teníamos sales pegadas en la chepa, signo inequívoco de que las cosas no marchan
bien, pero como bebimos y comimos en condiciones, pensamos que el peligro había
pasado. Seguía haciendo calor, pero por ese valle las cosas no eran tan
extremas como por la zona de San Lorenzo, aunque seguíamos más bien en 30ºC que
en cualquier otro escenario.
Así las cosas, comenzamos a subir
el último coloso del día, momento en el que nos quedamos juntos Buka, Manuel y
yo. Maiki y Cristóbal nos tomaron la delantera ya que estaban pletóricos.
Como os he comentado en alguna
ocasión, Manuel tiene facilidad para atropar pájaras y lo cierto es que en
aquella jornada, que sólo se puede calificar como épica o quizás también como
infernal, no era algo difícil de alcanzar. Yo me había dado cuenta de que ya no
hablaba tanto como de costumbre. Ya no decía chorradas, cosa rara, en serio.
Como quien le animó a esto del ciclismo fui un poco yo, pues siempre que le dan
pájaras, o como creo que deben de empezar a llamarse, el mal de Manuel, me
siento un poco responsable de lo que le pueda pasar. Todos recordamos aún aquel
día de Tarna, maldita sea.
Así que yo empecé a pedalear a su
lado, marcándole un poco el ritmo y recordándole que había que beber y comer,
pero ese día era bobada decir todo aquello porque el mal ya estaba hecho.
Llevábamos unas cuantas horas de bicicleta, con ropa de más, con muchísimo
calor, sin habernos hidratado en condiciones. Sólo faltaba alguien dándonos
latigazos en la espalda, en fin.
Así que la imagen era la
siguiente. Manuel, “apajarao” perdido. Yo, deshidratado, después de haber
bebido algo que dudo que fuese potable 100%, intentando convencer a Manuel de
que ya no quedaba nada de puerto cuando quedaban 20 kilómetros de subida y,
para colmo, él ya lo había subido otra vez y era imposible engañarle. Y Buka,
que se había medio desvestido, llevaba sólo el chaleco (gracias al cielo
también el culote), tampoco había bebido mucho y tenía los ojos más hundidos
que la moral de los tres juntos.
No sé lo que pensaban Buka y
Manuel, pero yo sólo pensaba que si había un puerto malo para pillar una
pájara, desde luego ese era Ventana, que se hace más largo que una semana sin
pan. Si bien fue Manuel el que inauguró la crisis física y existencial, poco a
poco nos fue atacando tanto a Buka como a mí. Cada pedalada era una pérdida de
energías terrible. Para sumar más penas a nuestra ascensión a Ventana, los
bidones se nos estaban volviendo a quedar secos. Teníamos un calor del demonio y,
claro, bebíamos sin conocimiento de causa. Fue imposible racionar los botes.
Llegó un momento en el que
estábamos los tres absolutamente tiesos. Nos daban calambres, no podíamos más.
Es a estos momentos a los que se refería el otro día Manuel. Nadie nos ve en
situaciones tan límite como esas, en las que físicamente estás para ser tratado
por un médico y mentalmente tan noqueado que un psicólogo tampoco nos vendría
mal, como los compañeros de grupeta. Además, tampoco nos gustaría ser vistos
por nadie más, la verdad, porque, ¿qué nos van a decir? “¡Estáis idiotas!
Bajaros de la bici y listo” o cosas parecidas podrían ser las lindezas que escucharíamos,
pero sólo los compañeros de bici sabemos que eso no es una opción y que el
sufrimiento forma parte de una buena jornada ciclista. Una gran jornada de
bici. Un día inolvidable que recordaremos siempre. Y sólo los compañeros de
grupeta sabemos que una de las cosas que más nos gusta, al fin y al cabo, es
sufrir sobre las bicis y salir adelante para poder contarlo.
Y es que en aquella jornada
inolvidable, mientras estábamos destruidos sobre las bicis pero rodeados por
las personas adecuadas, se nos apareció algo delante que nos pareció celestial.
No es que tuviésemos una
aparición mariana ni nada por el estilo. Fue muchísimo mejor. ¡Un pilón del que
bebe el ganado que anda suelto por la montaña! No podíamos dejar pasar esa
oportunidad y, además, yo ya había bebido un agua con tropezones, olor extraño
y un color nada acuático por lo que la opción de beber del pilón de la vacas me
pareció, no sólo muy buena, sino también extraordinaria y, por otro lado, la
única que teníamos.
Manuel no podía ni bajarse de la
bici, así que le cogimos el bote para llenárselo. Buka iba trepando, porque
había que trepar un poco, para alcanzar el pilón. Yo le seguía de cerca, como un
zombi en busca de cerebros. Estábamos en las últimas. Nos quedaba poco ya de
puerto y justo en ese momento, por fin empezaba a refrescar. Lo malo era que la
razón por la que la temperatura estaba bajando se debía a un terrible viento en
contra que ya nos iba a acompañar hasta el final de la ruta en San Emiliano.
Por fin llegamos a la cima.
Imaginad la escena. Tres medio cadáveres sin fuerzas. Buka, ni paró. Se tiró
como por inercia al lado leonés del puerto dejándonos a Manuel y a mí
intentando ponernos un cortavientos que no hacía más que ir de un lado para
otro a causa del viento huracanado. Parecíamos los más listos…como siempre.
Por fin comenzamos el descenso y
ya empezamos a ver la luz al final del túnel. Qué ganas teníamos de llegar al
campamento base en el que ya nos esperarían todos. Y es que, para rematar el
día y como buenos deportistas que siempre cuidan los detalles, al llegar nos
metimos unas cuantas raciones de embutido y queso. Igual un preparador físico
nos mete en la cárcel o algo así, pero nos da lo mismo porque entre compañeros
de grupeta nos lo permitimos casi todo. Sobre todo el estar como verdaderas
regaderas.