¡Hola a todo el mundo!
Pues vamos a darle al
teclado para hacer una entrada de ídolos, ¡claro que sí! Y es que
estos días están echando por la tele muchas etapas y carreras
míticas de años pasados. Es algo fantástico porque así mucha
gente se acerca a momento que otros hemos vivido por cuestiones de
edad (menudo asco) y ven por qué podemos decir en algunos momentos
cosas como: “¿Dumoulin como Induráin? A ver, que Tom es bueno,
pero ¡INDURÁIN ERA UN EXTRATERRESTRE!”
Y precisamente en esta
nueva entrega del blog voy a hablaros de mis sentimientos acerca de
Miguelón.
A mí Induráin me pilló
justo en el momento en el que el ciclismo estaba entrando en mi mente
a chorro. Mi abuelo fue el que empezó a darme los primeros detalles
de cómo iban los temas. Sentó las bases perfectas. Las premisas
eran dos y muy fáciles de entender. “A ver, Daniel, hijo. Merckx
ha sido el mejor que ha habido jamás, pero ¡cómo subía
Bahamontes! De no tener miedo a bajar hubiera ganado más cosas.”
Estas eran las bases que mi abuelo me metió en la sesera. Y luego
hizo un trabajo muy fino de ponerme delante de la tele a tragar el
Tour y todo el ciclismo que echasen.
Una vez sentadas estas
bases a Danielín ya le apasionaba el ciclismo y, además, tenía una
bici súper guay que le regaló su padrino, una GAC azul que todo lo
podía, con la que trataba de emular por las cuestas de mi pueblo, de
Boñar, a los héroes que yo veía por la televisión. ¿Y a quién
trataba de imitar yo de pequeñajo? Pues como todos los zagales de
aquella época en la que jugábamos a las chapas con caras de
ciclistas dentro, trazábamos circuitos con tiza en la acera y
queríamos ganar a los amigos, todos queríamos tener la chapa de dos
ciclistas en particular. Marino Lejarreta y Pedro Delgado. Al menos
esos eran los héroes que teníamos en el circuito de la acera de la
tienda de Virina, la tiendina de alimentación. Aún no hemos llegado
a Induráin, lo sé, pero paciencia. Cada cosa a su tiempo.
Por lo pronto, el joven e
impresionable Danielín pasaba las tardes veraniegas de ciclismo
mirando por esa ventana al mundo llamada televisión. Y las pasaba
viendo cómo un muchacho con cinta en la cabeza y maneras muy
diferentes, zurraba la badana (dicho muy leonés que viene a
significar que les daba lo suyo y lo del vecino) a sus rivales con
ataques relámpago y descensos trepidantes y, poco a poco, Pedro dejó
de ser Pedro y pasó a ser Perico.
Más o menos en el mismo
tiempo de Perico, un día caluroso de julio, mientras yo veía la
tele disfrutando de una nueva edición del Tour de Francia junto a mi
abuelo, parecía que Perico no estaba todo lo fino que todos los
Periquistas deseábamos, sin embargo, en silencio pero con una
fuerza, templanza y seguridad que jamás habíamos visto ni yo, ni la
pandilla de la acera de Virina (mi abuelo había disfrutado de
Merckx, así que él no cuenta) apareció un gigante al que todos los
demás sólo podían mirar y ver cómo les destrozaba. De nombre,
Miguel, y de apellido, Induráin.
Y ahí empezó un lustro
de encender la radio o el televisor y saber que si corría Induráin,
pocas dudas había de lo que iba a acontecer. Pero el reinado de
Induráin no sólo se trataba de que conseguía muchos trofeos, no.
Ese reinado y esa época fueron una especie de hipnosis ciclista en
la que el mundo entero entró sin poder salir.
Si había contrarreloj,
esperabas las referencias en el punto intermedio a ver la burrada de
tiempo que les endosaba el bueno de Miguel a todos sus rivales. El
siguiente paso era ver cómo doblaba a Chiapucci para, finalmente,
ganar la crono y consolidar su liderato.
¿Que había montaña?
Sin problema. Él ponía un ritmo desde abajo hasta arriba. ¿Ataques?
Tranquilos que caerán de maduros porque Apisonadoras Indurain S.A.
hará su trabajo. Luego le regalaba la victoria a algún escalador
que en futuras etapas le ayudaría a solventar algún problemilla y
santas pascuas.
Después podía ocurrir
que salía alguien respondón, como aquel muchacho suizo con dientes
de conejo, de un equipo asturiano (CLAS-Cajastur, TE CAGAS) y que era
buenísimo en todos los terrenos, Tony Rominger, y pudiera ser que le
sacaba a Miguelón más de minuto y medio de ventaja en la cima del
Tourmalet y tenía contra las cuerdas al campeón navarro. ¿Contra
las cuerdas? Espera, que en la acera de Virina aún nos estamos
riendo de eso de “contra las cuerdas”, porque Induráin también
bajaba que metía miedo a la velocidad y le recortaba esa diferencia
antes de llegar al final del descenso y se ponía delante de Rominger
soltando un poco la musculatura como diciéndole al suizo que si eso
era todo lo que tenía que aportar.
Todos los terrenos eran
válidos para el nuevo rey del ciclismo. Nadie podía con él. En
donde Virina ya no jugábamos a las chapas porque habíamos crecido y
se nos pasó ese tema de juegos infantiles aunque seguíamos juntos
admirando las tremendas hazañas de nuestro Ídolo mientras comíamos
pipas en la plaza o cosas así.
Yo tengo que reconocer
algo. Lo voy a decir así sin ponerme colorado. Induráin era un poco
aburrido. Recordad que yo venía del Periquismo. Ataques, idas de
olla, pájaras y un montón de subidas y bajadas emocionales durante
cada etapa. ¿Le habéis escuchado decir durante las retransmisiones
“Thibaut Pinot” o “Deceuninck-QuickStep”? Pues él competía
de la misma trepidante forma que pronuncia todo eso.
Así que apareció Miguel
Induráin y todo fue más seguro y fiable. Fue como cambiar del Seat
Ibiza divertido, al seguro y fiable coche grande familiar. Es todo
más seguro y mejor pero menos divertido. Yo me intenté buscar
alguna alternativa entretenida porque os recuerdo que mi abuelo
disfrutó de “El Caníbal” pero su corazón estaba con “El
Águila de Toledo”, ya veis que está dentro de mis genes y viene
de familia ir un pelín contra corriente, así que a mí quien me
hacía vibrar y volverme loco era Marco Pantani...pero ¿a quién no
le apetece darse una vuelta con el cochazo grande, seguro y fiable?
Así que disfrutaba y mucho de Miguelón. Del extraterrestre que
convertía lo difícil en sencillo, lo imposible en un hecho cierto.
Lo mejor de Induráin era
que todo lo que logró, todo lo que nos impresionó, todo lo que nos
hizo alucinar, lo hizo con la mayor discreción, sin darse
importancia y prácticamente en silencio. Con el mismo silencio que
un día decidió bajarse de la bici camino de Lagos de Covadonga
(quién no lo ha querido hacer sabiendo lo que te espera) y con la
misma discreción con que una vez descubrimos que era en realidad un
ser humano como todos los demás.
Y pasaron los años.
Muchos. Muchísimos. Tantos que yo ya no podía montarme en mi GAC
azul que todo lo podía desde hacía muchísimo tiempo y tantos años
que ya había perdido la pista a la pandilla de la acera de Virina.
Sin embargo no habían pasado ni pasarán los años suficientes como
para olvidarme de ese ídolo llamado Miguel Induráin. Llegó el
momento de conocerle en persona. También llegó de manera silenciosa
gracias a alguien del mundillo del ciclismo. Fue tan sencillo como
“Miguel, mira ven que te presento a estos amigos”.
Y ahí apareció Miguel.
Ahí apareció Induráin. Ahí apareció un ídolo irrepetible, único,
inmensamente admirado y admirable.