jueves, 6 de junio de 2019

Soplao 2019. Más infernal que nunca.


¡Hola a todo el mundo!

Hay veces que tienes una idea preconcebida, eso sí, en base a tus experiencias y crees que todo será más o menos igual. Sin embargo, cuando alguna circunstancia cambia, todos tus planes se pueden ir al garete en menos de lo que canta un gallo.

Llega el primer fin de semana de junio y se celebra como cada año, uno de los grandes retos que yo me marco como objetivo cada año. Los 10000 del Soplao es una ruta que tiene muchos atractivos para mí. Mezcla dureza en cuanto a desnivel acumulado y algo con lo que no cuentan todas las marchas. Una buena cantidad de kilómetros. En mi caso, suelo optar por la prueba de 230km que, junto con los más de 4000 metros de desnivel positivos, suelen dejarme bien satisfecho, aunque en ningún caso roto porque procuro hacer bien los deberes antes de llegar allí.

Entrenamientos largos cuando toca, intensos en su momento, bicicleta a punto y revisada, buena alimentación para no sufrir por falta de gasolina y un montón de cosinas que, como todos los que os lo tomáis algo en serio como yo, al fin y al cabo ponen aliciente a esto de montar en bici.

Todas esas pequeñas y grandes cosas que dependen de mí, suelen estar bajo un cierto control, pero luego surgen situaciones que no podemos controlar y en el Soplao, normalmente es la climatología. Lo más habitual en los últimos años es que la lluvia, niebla, frío o incluso nieve, en algún momento hagan acto de presencia, sin embargo este año todo cambió y, como os decía antes, los planes preconcebidos no sirvieron para nada.

Llevaba un par de semanas viendo que la predicción era de buen tiempo para la zona de Cabezón de la Sal, que es donde se celebra la prueba. Según se acercaba el día, al sol, que parecía que nos iba a acompañar durante toda la jornada, había que sumarle otro punto de interés. La temperatura máxima. La predicción lanzaba un órdago la última semana. 35 grados.

Ante esas expectativas climatológicas, yo contaba con una ventaja bastante grande frente a otros participantes. A mí el calor, no sólo no me molesta, si no que me encanta, y cuando el día previo a la celebración de la marcha, en Cabezón ya había más de 30 grados pensé, “¡fantástico!”.

Normalmente, mi objetivo en El Soplao es terminarla sin caídas ni percances, lo primero, y luego ir con los compañeros, ayudar y cosas así, sin mayores pretensiones. Sin embargo, este año iría solo a Cantabria, ningún compañero iba a poder acudir a la cita, y tenía la intención de apretar el ritmo más que otros años. No pararía en los avituallamientos tanto tiempo, puede que en alguno no parase y subiría el ritmo para poder mejorar mi tiempo final. No se me antojaba una empresa complicada ya que otros años fui muy tranquilito, la verdad.

Así que al ritmo de AC/DC se dio comienzo a la etapa, como es tradición. Los primeros kilómetros, por la experiencia que yo tengo, lo que hay que hacer es guardar la distancia con respecto a los de delante, los de los lados y los de atrás. Hay mucha gente que quiere adelantar posiciones porque salieron más atrás  de donde querían y también hay que tener en cuenta que se callejea un poco, con lo que hay frenazos. A partir de ahí, sobre el kilómetros 30, ya puedes empezar a buscar un grupo y que te vayan llevando.

No tenía intención de parar en el primer avituallamiento pero una de las cosas que estaban cambiando con respecto a la idea prevista era el consumo de agua. No se podía dejar de beber y el bidón no es muy grande. Ya eran las diez de la mañana y casi estábamos en 30 grados, con lo que el peligro de deshidratación era enorme. Había que tener en cuenta también que rodábamos junto a la costa, así que imaginad la humedad. Las condiciones eran un polvorín. A esto también había que sumarle que la Guardia Civil detendría la marcha tanto en el primer avituallamiento como en el segundo, así que habría que parar sí o sí.

El día continuaba y para aumentar el reto, me junté a dos compañeros de ruta que andaban por ahí. Uno se llama Igor Antón y otro, Jose Iván Gutiérrez. Y es que cuando te juntas con exprofesionales y empiezas a hablar con ellos, parece que todo va bien pero sin querer, ellos van a un ritmo que no es al tuyo. Así que tras 10 kilómetros con ellos, me dijeron que tiraban para adelante y yo pensé “menos mal”.

Llegaba la subida a la Cueva del Soplao y aquí estaba el primer test que yo utilizaría para saber cómo iba todo. Otros años, yo hacía esta ascensión muy rápido. Ágil, subiendo fácil y sin problemas. Pero nada más comenzar, ya me di cuenta que las piernas, si bien no iban mal, tampoco estaban para hacer locuras. Así que cambié mi habitual subir en bielas por cadencia y sentado. Acababa de decidir que había que ser reservado este año, decisión que más tarde entendí que me salvó del abandono. Llegaban las curvas que tanto me gusta subir en bielas y dándolo todo, pero tocaba reservar. Me sentía atado pero ahí el calor me recordó que esto acababa de empezar. Ya superábamos los 30 grados y nos aproximábamos a los 35. La una de la tarde. La jornada se vislumbraba épica.


Llegamos a Puentenansa, donde se sitúa el segundo avituallamiento y el comienzo del puerto largo del día. Piedrasluengas no es un puerto excesivamente duro, pero sí que es abrumadoramente largo. Y de lo que nunca fui consciente es que no tiene ni una sola sombra, cosa que hizo de este monstruo algo terrible, más teniendo en cuenta que en Puentenansa los termómetros se situaron en 40 grados.

Así que decidí ponerme un ritmo de principio a fin de puerto. No cargaría mucho las piernas, buena cadencia y sin forzar. Y sobre todo, beber y beber. No podía picarme con nadie, así que mirada abajo y a ritmo.

Pedalada a pedalada iban pasando los kilómetros, pero Piedrasluengas se hace muy largo. Parece no tener final. Y si vas a echar un trago, muy necesario ese día, y te das cuenta de que se te termina el bidón, entonces comienzas a ponerte nervioso. No obstante, si se es observador y lees los maillots de la gente, te das cuenta de que estás rodeado de gente de por ahí. Estaba seguro de haber visto otros años una fuente en mitad de la subida y mis sospechas se confirmaron al ver varios compañeros con maillots de la zona, arremolinarse en torno a un mismo punto en medio de ninguna parte del puerto. Allí había una fuente, seguro.


Mis planes originales de ir a tope, no parar en todos los avituallamientos y de más, habían variado tanto que ahora me veía parando en una fuente. Y menos mal que tengo buena actitud ante los cambios y me adapto bien en general, porque otros muchos no hicieron esa parada y cuando ya quedaban menos de cinco kilómetros para el final de la subida, los ciclistas que se daban la vuelta en busca del desvío de la marcha corta no eran ni uno, ni dos. También comenzaron a verse algunas explosiones. Gente en las cunetas llamando a alguien para que fuese a recogerlos comenzó a no ser algo extraño. Esta escena nos acompañaría el resto del día.

Por fin coroné el puerto. Nunca se me había agarrado tanto Piedrasluengas. “Los de cabeza no han pasado hace mucho”, me dicen desde el avituallamiento. Mi estrategia no estaba resultando del todo mala, pero por mis planes no pasaba ir en su búsqueda.

Menos mal que la bajada me reconfortaría. Sin embargo se me iban a dar dos circunstancias diferentes a otros años. Una fue que normalmente era fácil alcanzar a un grupo para afrontar juntos el Desfiladero de La Hermida en el que siempre sopla el viento en contra, pero este año, no había tal grupo. Adelantabas a compañeros absolutamente fundidos que no querían ni podían hacer piña. La otra circunstancia es que yo también empecé a lidiar con unas compañeras de viaje nada habituales para mí en El Soplao. Calambres. Según qué movimientos, me dejaban las piernas absolutamente tiesas. Lo estaba pasando mal, pero conseguí controlarlas.

En medio de esta lucha personal, un grupo de unos 7 ciclistas me adelanta. Me pongo en bielas, hago el esfuerzo y consigo agarrarme a la desesperada a ese grupo. Casi un milagro venido del cielo. Me dieron unos minutos de “relax” que me vinieron de cine.

Pero La Collada de Hoz ya estaba muy cerca. El desvío no tardaría en llegar y yo siempre he considerado que este puerto es el más duro del Soplao. Cómo afrontarlo este año era algo que no me costó decidir. Las circunstancias así me obligaron, así que una vez que ya te ves en medio de esta dura subida, cabeza baja, ritmo constante y a sufrir. De nuevo, este era el plan a seguir.


En este punto, ya no sólo está el hecho físico, si no que el mental también comienza a hacer su acto de presencia. Tu subconsciente empieza a emerger para ser cada vez más protagonista de tu realidad. “Cómo estás sufriendo este año”, “menudo calor que hace y no hay ni una triste sombra, Daniel”, “anda que no queda puerto, majo”, son sólo alguno de los pensamientos que se me venían encima. Parecía que no podía salir de ese estado de ánimo pero llegó algo que todo lo cambió.

Y es que en todos los puertos hay un gallo que te mete una pasada tremenda y te hace pensar en  caso de ir un poco justo, como era mi caso, que vas aún peor de lo que es en realidad. Y este gallo que me pegó la gran pasada al poco de empezar el puerto, se me apareció sentado en una cuneta, absolutamente destrozado y desfondado. Después de ofrecerle agua que cogí de otra fuente que había por ahí, seguí mi camino y comencé a pensar que puede que no estuviese tan mal, que a mí me encantaba el calor y que me venía fenomenal, que estaba bebiendo mucho y que si yo me encontraba mal, puede que los demás estuviesen aún peor. Estaba siendo un día absolutamente extremo y lo que había que hacer era terminar como fuese.

Yo soy duro y resistente y me propuse demostrármelo una vez más, nada más terminar de subir el durísimo Collado de Hoz. Quedaban dos puertos y había que resistir. Esa era la misión de ese día. Resistir.


El encadenado de los dos puertos que quedaban, no puedo describirlo por separado. Me parecieron parte de un todo. Ese todo era el resistir, de la mejor manera posible, los duros golpes de una edición de Los 10000 del Soplao que estaba siendo la más dura con gran diferencia de las que yo había tomado parte.

Los kilómetros no pasaban pero en la bajada del último puerto de la jornada, un cambio de valle hizo que al menos durante un par de kilómetros, la sombra se dignase a parecer en aquel infernal día. Me dio la vida. Llegué al cruce de la carretera que conduce a Cabezón de otra manera.


Comencé a dar pedales. Pedales fuertes y satisfechos, sabedor de que lo más terrible ya había pasado. Sólo quedaban unos 20 kilómetros llanos que antes o después se terminarían. Incluso apareció un ciclista que me brindó su rueda. Hice tras de él 15 kilómetros que me hicieron recomponerme un poco. Cuando ya no pude seguirle, porque el compañero iba como una locomotora del Talgo, se lo agradecí como si me hubiera regalado una bicicleta nueva.

El cartel de Cabezón de la Sal aparecía ante mí. Varios kilómetros atrás, por momentos pensé que no llegaría nunca este momento. Qué duro estaba siendo llegar a meta. Más terrible que nunca. Pero si es El Infierno Cántabro será por algo y este año, todos los que tomamos la salida recordamos por qué se llama así a esta prueba.


Tenía delante de mí el arco de meta. Nunca me había costado tanto llagar a él. Nunca me dio tanta satisfacción cruzarlo. Sin duda alguna había sido una jornada épica. Un día inolvidable. Una carrera contra mí mismo que me ha recordado de qué pasta estoy hecho. Además de todo, mejoré mi mejor tiempo, lo cual supuso una satisfacción inexplicable, porque era algo en lo que ya no pensaba desde hacía horas. Día redondo. Día infernal. Un gran día.