¡Hola a todo el mundo!
Y resulta que hay días que coges
tu bici y comienzas a pedalear como por inercia, sin planes ni objetivos. En mi
caso suelen ser días de estos que no sales temprano. Los típicos días que, como
a media mañana, te pica el gusanillo de la bici y te empiezas a vestir de
romano.
Mientras preparo un café, uno de
los tantos que tomo al cabo del día, soy un apasionado del café bueno, voy
poniéndome el culote, inflo un poco las ruedas, algún que otro preparativo más,
pero así como quien no quiere la cosa…
Después de un rato, de una
especie de “hacérselo desear” a La Americana, me pongo en ruta sin ningún tipo
de plan, ni objetivo. Y es que tengo este tipo de días muy fresco porque me
sucedió ayer mismo.
Cuando me quise poner a dar
pedales ya eran las once y pico de la mañana. Me suele pasar por estas fechas
porque el fresco de las primeras horas de la mañana me echa un poco para atrás.
A los adoradores del calor nos pasa esto. Sin embargo y a pesar de que la
temperatura no es del todo de mi agrado, entiendo que el otoño puede que sea la
estación más bonita para andar en bici. Si el día es propicio, y os aseguro que
ayer lo fue, ves colores increíbles por rutas por las que has rodado un millón
de veces y que casi no reconoces. Es como otra dimensión.
Además es una época en la que se
suele ir más tranquilo o al menos a mí me pasa. Así como a partir de febrero
empiezo a darme un poco más de caña para pillar la forma de cara a mi reto
anual, Los 10.000 del Soplao, o marchas parecidas pero que suelen ser por junio
o así, en octubre o noviembre, la verdad es que no tengo ningún objetivo físico
en mente, salvo gozar de mi afición.
Y en esas estaba yo ayer cuando
me vi, entre divagaciones y pensamientos varios, tomando un café (sí, otro) en La Vecilla. Así que pensé que, ya de estar ahí, pues voy hasta mi pueblo que
está al lado.
Puse rumbo a Boñar y después de
hacer otra paradita en la plaza del pueblo, ver el monumento en honor a nuestro
símbolo más preciado, El Negrillón, y llenar el bote de agua del caño, me metí
por la calle en la que hace más de treinta años aprendí a andar en bici sin los
ruedines y me dirigí hacia la pared del pantano del Porma. Y es que esa ruta la
hacía casi cada tarde de verano con mi padre, en mis primeros pinitos sobre la
bicicleta de manera más o menos seria.
A parte del valor emocional que,
como veis, tiene esta zona para mí, la verdad es que fue a partir de Boñar
desde donde todo comenzó a ser un festival de colores rojizos. ¡Qué bien me lo
estaba pasando! Y todo sin planearlo, como a mí me gusta. A lo loco.
Como ya llevaba unos sesenta y
pico kilómetros, era más que evidente que la ruta iba a superar los cien, así
que como el daño ya estaba hecho, pues me encaminé a visitar Rucayo, un pueblo
en medio de ninguna parte. Aunque para ser precisos, más que en medio de
ninguna parte, está en medio de uno de los parajes más desconocidos y a la vez
más increíbles de la provincia de León. Es algo así como la cara oculta de la
Luna, pero en este caso, del pantano del Porma. Pero es que la carretera muere
aquí, así a no ser que lo conozcas, no tienes muchos motivos para llegar hasta
allí salvo que hayas leído esto y sientas curiosidad.
Además del tema paisajístico, la
verdad es que hasta llegar a este pueblo, hay unas subidillas muy chachis, de
estas que van por carretera saltarina, estrecha y con curvas. Mis preferidas
aunque te machaquen de lo lindo.
Ya sólo me quedaba dar la vuelta
y completar la ruta. La ruta de un día sin planear, de otoño y sin hora a la
que llegar a casa. Todos los factores se habían conjugado a la perfección. Y
cuando vi en el cuenta kilómetros que había llegado a cien y me quedaba un buen
cacho hasta casa, pensé: “se me está yendo de las manos”. Creo que incluso lo
dije en alto, porque me da por ahí de vez en cuando, hablar solo, pero es que
estoy un poco loco, qué le vas a hacer.
Que se me fue de las manos quedó
claro al llegar a casa con ciento cincuenta y seis kilometrazos que, desde
luego, para ser octubre está más que bien. Está, al menos para mí,
sobresaliente. Pero lo que también había sido sobresaliente fue la satisfacción
al llegar. Una de esas sensaciones fantásticas que tiene el ciclismo. Llegar a
casa satisfecho de verdad.
Todo, desde la ruta, hasta los
kilómetros, al ser por sorpresa e inesperado, fue una especie de regalo. A mí,
la bici, el ciclismo, el cicloturismo o llamémoslo como queramos, no me da más
que buenos ratos e incluso los que no lo son tanto, tras unos meses, se
convierten también en buenos momentos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario