¡Hola a todo el mundo!
No hay ni que decir que
todos tenemos mono de bici. De bici fuera del rodillo porque bici, al
menos yo, hago todos los días pero nada tiene que ver con lo que
viene siendo ciclismo, claro. El rodillo nos está ayudando a no
enloquecer y poco más que ya es bastante.
También matamos un poco
el gusanillo con los etapones que nos están regalando en teledeporte
cada tarde desde hace una semana más o menos. Esta segunda semana de
confinamiento nos están impregnando el ambiente desde la tele
pública con grandes momentos de la época heroica de Miguel Induráin
en el Tour de Francia y a mí se me están amontonando los recuerdos
de aquel entonces porque, para bien y para mal, lo viví en directo.
De aquella yo ya era un muchacho.
Desde hace unos cuantos
días incluso antes del confinamiento, quería escribir acerca de una
extraña fuerza de atracción que al menos a mí me empuja a hacer
rutas en determinada dirección. En mi caso siempre tiendo a hacer
rutas en dirección a Boñar o lo que es lo mismo, a mi pueblo, que
pasa por ser el lugar en donde aprendí a andar en bici y donde
disfruté, viví y sentí toda aquella época de los noventa en eso
del ciclismo profesional.
Mi rutina veraniega
durante el Tour de Francia era sencilla. Comprar el Marca para ver
cómo iba mi equipo del Tour Fantástico Marca, mirar a ver cómo iba
el tema de los fichajes de los equipos de fútbol que si bien no es
que fuera lo que más me interesaba, al menos me entretenían los
culebrones del mercado veraniego de los fichajes. Luego cogía la
bici para dar una vueltecilla tipo “Verano Azul” o iba a la
cancha de baloncesto a lanzar unas canastas y, en cuanto podía,
conectaba con La 2 para engancharme ya a la etapa de turno.
Seguramente mi abuelo ya estaría viendo lo que estaba pasando y me
ponía al día. Conectaban con La 1 y así hasta el final. Luego ya
era cuando cogía la bicicleta, me ponía un culote , una camiseta de
algodón (con un par), un casco que metía miedo y así hasta la
pared del pantano del Porma intentando emular a mis ídolos.
Y con todo este pasado,
con toda esta historia a cuestas de años y años de disfrutar de una
u otra forma de mi pueblo, resulta que a día de hoy, cuando tengo
que escoger entre alguna de las rutas habituales para hacer
kilómetros, es raro el día que no me acerco hasta los alrededores
de mi pueblo o directamente voy hasta allí. Os podéis imaginar a
dónde iré el primer día que nos dejen salir de casa con total
libertad, ¿verdad?
Hay una extrañísima
fuerza de atracción que muchas veces actúa sobre mí sin darme
cuenta. Por ejemplo, no sería la primera vez que estoy en La Robla y
acabo en Boñar y eso que entre ambas localidades de la Montaña
Leonesa distan como 30 kms. Puede que esa ruta hasta La Robla en
principio fuese un “voy hasta allá a tomar un café y vuelvo a
casa con 60 kilometritos en las piernas” y acabo yendo hasta Boñar
acumulando 110 kilometrazos de una manera absolutamente imprevista.
Una de las primeras veces
en las que recuerdo que esta fuerza de atracción actúo sobre mí,
sucedió hace ya unos cuantos años y en este caso sí que mi plan
era llegar a mi pueblo, pero lo que vino a continuación desde luego
que no estaba previsto. Resulta que una vez en la plaza de Boñar,
junto a la calle sobre la que di mis primeras pedaladas sin ayuda de
ruedines, tras llenar el bidón en el caño y tomar un café en el
Bar Central, me apeteció ir hasta la pared del pantano del Porma,
como hacía de chaval cuando terminaba la etapa del Tour. Pero antes
de llegar hasta allí, fui a Oville, pueblecito al que tantas veces
había ido en bici (¡y corriendo también fui alguna vez!). Antes de
llegar al pantano también hay otro desvío a Valdehuesa y Rucayo que
siempre es una tentación para mí. Aquel día caí de lleno en la
tentación.
Y llegué a la pared del
pantano, me paré a disfrutar de las vistas y a charlar con un señor,
compañero ciclista, que había llegado hasta allí desde Puebla de
Lillo y me pareció genial acompañarle hasta la mitad del camino y
claro, luego había que volver. Pero resulta que debía de llegar a
León. Buf, qué paliza me di así a lo tonto. No recuerdo la cifra,
pero rondaron los 150 kilómetros cuando llegué a casa. Idas de olla
mías, ¡qué le vas a hacer! Siempre fue, es y será peligroso darme
la dirección del barco porque nunca sabrás a dónde nos empujará
el aire.
Estos días sin ciclismo
al aire libre tengo muchísimas ganas de dejarme llevar por la fuerza
de atracción que mi pueblo ejerce sobre mí. Es probable que el
primer día que La Americana toque de nuevo el asfalto la locura me
lleva rumbo a lo muy conocido pero siempre deseado. Seguramente me
lleve a las rutas en torno a Boñar. Ya queda menos para que llegue
ese momento. Paciencia.
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